¿Qué es lo urbano sino una forma de vida hecha de sociabilidades minimalistas, pactos sobre la marcha, vínculos precarios que proliferan y se conectan entre sí hasta el infinito? La sociedad urbana no la conforman comunidades homogéneas, congruentes, atrincheradas cada una en su respectiva cuadrícula territorial, sino los actores desconocidos de una alteridad que se generaliza. Por ello, se plantea aquí la urgencia de una antropología que atienda a todo lo que en una ciudad puede ser visto flotando en su superficie, estructuras líquidas, ejes que organizan la vida social en torno suyo, pero que raras veces son instituciones estables, sino una pauta de fluctuaciones, la labor interminable de una sociedad sobre sí misma. Una antropología así concebida sería una disciplina que estudiara los espacios públicos, esas extensiones en las que se dan todo tipo de trenzamientos y bifurcaciones, escenificaciones que no se debería dudar en calificar de coreográficas. Su objeto: el animal público, ese personaje de múltiples rostros que pasa su tiempo desplegando ardides, confundiéndose con el terreno, aprovechando los accidentes de los paisajes por los que transita. Esta obra abre el camino hacia unas ciencias sociales que se ocupan de lo incierto, incalculable y oscilante que hay en la vida cotidiana, lo inconsistente y lo humano que emerge incansable e inesperadamente aquí y allá en la calle, ese umbral permeable, lábil, sin órganos, en que se puede experimentar la desolación y el desamparo más absolutos, pero en que también es posible escapar, desviarse, desobedecer, desertar, y hacerlo molecularmente o en masa. Espacio público: espacio rigurosamente vigilado por todos los poderes, por ser el espacio predilecto de las emancipaciones y las estampidas.
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